lunes, 27 de abril de 2015

COCOA





Se sintió algo mareada cuando bajó del barco y pisó tierra después de varias semanas de viaje. Nada más bajar, el magnetismo de aquel nuevo y desconocido continente la atrapó empezando por los pies y poco a poco se le fue metiendo dentro.  Se llamaba Gracia,  de piel blanca como la espuma de aquel mar ignoto y sus ojos  de un verde selvático. Había llegado al puerto de noche desde la lejana Europa y sólo vio a las fulanas y a los bucaneros metidos en las tabernas bebiendo y cantando. El séquito la acompañó hasta su nueva casa donde la esperaría su padre, Moscato de Ochoa: un almirante español muy conocido en Las Indias y no por sus obras de caridad. Después de cruzar callejuelas a medio alumbrar con lámparas de aceite, pararon ante un enorme portón. La recibió un criado diciéndole que su padre se encontraba en Cuzco  visitando sus tierras y volvería dentro de unos días. Siguió al criado hasta su habitación y trató de descansar después de tan largo viaje sin dormir sobre suelo firme.
A la mañana siguiente la despertaron los cantos de las aves tropicales que campaban por el patio a sus anchas. Nunca había visto pájaros  tan coloridos y brillantes como aquellos. Apareció  María, la que sería su mucama y ayudaría a instalarse completamente para terminar de vestirla. Dentro de sus menesteres se incluía consolar al padre en la soledad de su viudez. Era una mujer fuerte, hermosa, con tez de canela.  Le dijo a la muchacha que tuviera cuidado con el sol ya que una piel tan blanca se quemaría como el papel.
Bajaron al comedor donde le esperaba el desayuno. Un intenso olor a café inundaba la estancia. No era algo nuevo para  Gracia ya que su padre solía enviar diversos productos del nuevo mundo  a casa para degustación de su hija. Pero encima de la mesa existían cierto tipo de alimentos, frutas que desconocía,  flores que con su perfume invitaban a soñar. Sintió algo de náusea, demasiada mezcla de olores en tan poco tiempo. María se echó a reír y pensó que aquella  muchacha delgaducha no aguantaría demasiado en aquel país inhóspito.
      -Toma , bébete esto-.  Dijo  María dándole una taza de café oscuro  y fuerte, casi amargo. Gracia bebió. Empezaba a encontrarse mejor, su cara volvía a tomar color.
La mañana era fresca y decidió salir con María a conocer su nueva ciudad. Irían a la iglesia y luego al mercado. Caminaron por calles anchas llenas de vida donde los transeúntes se paraban a saludarla impresionados por  su belleza. En el templo,conoció al párroco. Un viejo medio sordo y con grandes anteojos que hacían sus pupilas mayores de lo que eran. Examinó a la muchacha de arriba abajo y concluyó que tenía aspecto de buena cristiana y cumplidora de la ley divina. María se había quedado en la puerta esperándola,  jamás había pisado una iglesia,  tenía sus propias creencias.
Al  terminar la charla con el párroco  se dirigieron al mercado. Gracia no era muy habladora sólo asentía con la cabeza mientras María le  contaba historias acerca de la ciudad y sus habitantes, quería que la muchacha empezara a comprender cómo sería su nueva vida lejos de lo moderno.



Hacía un día precioso, una brisa suave jugueteaba con los cabellos rojizos  de Gracia y se sentía bien en aquella extraña ciudad. El mercado estaba atestado de gente que  hacía cola para comprar. El puesto del carnicero olía a sangre, a vísceras ,a muerte. aquellas cabezas de cerdo miraban a Gracia fijamente.
María la zarandeó antes de que se cayera redonda al suelo. Siguieron caminado  hasta llegar al puesto de la fruta donde olía a fresco, a vida…  y el puestero le regaló un trozo de papaya. Caminaron entre la muchedumbre de gritos y ofertas, de niños medio desnudos y madres con pollera colorada y sombreros negros, donde se vendía chicha y zumo de piña en pequeños recipientes hechos con hoja de palma. Llegaron al último puesto, el puesto del cacao. El aroma del chocolate se le metió en el cuerpo embriagándola. María hablaba con el puestero cuando de repente apareció su hijo, un  joven alto, moreno con ojososcuros y brillantes como canicas, bastante atractivo. Gracia  se ruborizó ya que el chico  iba con el torso descubierto. La miró y le dio los buenos días. Ella por primera vez en aquella mañana, abrió la boca y le respondió educadamente.
 Al finalizar las compras volvieron a casa y Gracia no podía quitarse de la cabeza la imagen de aquel  joven desconocido.  Tomó una jícara del paquete que traía María. Tenía un gusto amargo e intenso, se le deshacía en la boca y disfrutó de aquel nuevo sabor que  dio un tono coralino a sus inocentes mejillas. Sintió calor. Después de aquel paseo, no aguantaba más el vestido de encaje blanco con cuello  cisne. La asfixiaba, quería arrancárselo. Nada más llegar a  la casa, le pidió a María que la ayudara a desvestirse. Necesitaba liberarse de aquella opresión. María sabía lo que le pasaba. Aquel cacao era poderoso y una vez en tu cuerpo era difícil que te dejase escapar de su embrujo. Rompió el cuello de encaje, se arrancó el traje y lo tiró al suelo, se deshizo de las enaguas, de las medias que le estrangulaban los muslos, se quitó el corsé y suspiró aliviada, sudando cacao por cada poro de su nívea piel. 
Al fin liberada de los ropajes, corrió al jardín y se metió en el estanque a refrescarse con las carpas doradas nadando a su alrededor. No podía quitarse de la cabeza la imagen del hijo del puestero.  Su corazón empezó a ponerse a mil y sintió un fuego en sus entrañas  que bajaba hasta su monte. Como hipnotizada llevó sus manos a sus pequeños pechos acariciándolos con suavidad y siguió deslizándolas por su vientre hasta llegar a su sexo virgen. Por primera vez en su vida era consiente de su cuerpo y la sensación era magnífica. Su pubis pelirrojo sobresalía por encima del agua    cristalina . Jugaba con su vello al sol y se atrevió a ir más allá cuando encontró el tesoro que guardaban los pliegues  de su pubis y notó cómo se hinchaba y  lo que sentía cuanto más lo acariciaba.  Aquello debía ser cosas de brujas- pensó-. Pero siguió porque si Dios nos había hecho a su imagen y semejanza aquello no podía ser malo ni pecaminoso.  Notaba aquel bultito poderoso, electrizante no podía dejar de tocarlo y aumentó la velocidad estremeciéndose dentro del estanque, espantando a las carpas, llegando al puro éxtasis que ni ella misma comprendía pero la satisfacía tanto que no podía parar y gritó. Tan rotundo fue su grito que la imitaron los papagayos del jardín y siguieron repitiéndolo durante unos minutos.   Pasado  el efecto febril, decidió subir  a sus aposentos y vestirse de nuevo. Atónita y confundida consigo misma por lo que acababa de hacer. Algo atípico en una mujer de sus costumbres europeas, algo más propio de salvajes  e incivilizadas indígenas que poblaban aquellas  tierras.








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