Rosa hacía años que no pisaba una iglesia. No era creyente a pesar de haberse criado en un colegio de monjas y con diez años había querido ser mártir y
misionera para irse a África a cuidar
niños. Pero la fiebre religiosa se le pasó en el momento en que descubrió el
instituto mixto y los largos recreos de magreo en el patio con
Carlos, Pablo, con los repetidores y un
sinfín de tardes de ejercicios de lengua y de física en casa de sus compañeros
de clase. Pero todo eso cambió en el
momento en que su amiga Luz le pidió que la acompañase en el día más importante
de su vida siendo testigo en su boda. Rosa
no pudo negarse aunque sabía que le saldría sarpullido nada más cruzar el
portón de la iglesia. Se casaban en el pueblo, en la iglesia de toda la vida
donde Don Anselmo oficiaba las misas cuando eran pequeñas. Rosa se
asqueaba al pensar que volvería a ver al
viejo calvorota. Recordaba que el tono
de su piel era sonrosado y brillante como el de un lechón. La sotana le cubría su
enorme barriga cebada a base de las comilonas en casa de sus feligreses.
Parecía que los botones estuvieran a punto de explotar. Don Anselmo era un cura
cabrón, con muy mala hostia. Le encantaba
que las niñas le besaran la mano al comienzo de las clases de catequesis y a
quien no lo hiciera le daba con el nudillo en la cabeza o un retorcijón de
oreja hasta dejarla púrpura.
Al entrar en la iglesia el
olor a incienso le revolvió el estómago. Miraron hacia los lados y aparte de
alguna vieja murmurando no encontraron a
Don Anselmo. En el suelo se reflejaban los colores de las cristaleras que daban
un tono cálido al mármol blanco de las columnas y al fondo, las velas puestas a Santa Rita iluminaban uno
de los rincones. Se sentaron en los primeros bancos cerca del altar, pero el
cura no aparecía por ningún lado. Después de media hora de retraso, oyeron el inconfundible chirrido de la puerta de la
sacristía pero al cerrarse, no apareció
el gordo que esperaban. Era Don Miguel, el nuevo. Les pidió disculpas
por el retraso, el cura anterior se había jubilado y él aún estaba
instalándose. Don Miguel era un hombre
joven, y atractivo, moreno con el pelo ondulado, un gracioso hoyuelo, peinado
con la raya hacia un lado, un cura moderno, que un desamor lo había hecho meterse a estudiar Teología
para luego ordenarse sacerdote, o eso
era lo que a Luz le había contado su madre cuando le dijo que se casaba en el
pueblo. Las feligresas estaban encantadas con el cambio.
Don Miguel saludó a las
chicas y les ofreció café mientras les contaba cómo sería la ceremonia: Dónde
irían las flores, el coro, el cuarteto
de cámara, los invitados del novio, los
de la novia… Mientras hablaba, Rosa no podía apartar sus ojos del cura.
Aquellos labios carnosos, aquellas manos
moviéndose en el aire explicándolo todo, le hacían preguntarse por qué
habrían abandonado el calor de la carne por una vida espiritual dedicada al servicio de Dios.
Luz se emocionaba pensando
en su día y lo bien que quedarían las fotos de familia en aquel pequeño altar
del siglo XVIII. Después de las
explicaciones pertinentes el cura le dijo que tenía que entrevistar a los
testigos, tomarles los datos, etc. Rosa accedió.
Ya en el despacho, Rosa
miraba los libros de la estantería, los cuadros de santos y mártires colgados
en la pared y vio que había uno de Santa Rosa de Lima. Sonrió. Don Miguel le
pidió el DNI y le hizo una serie de preguntas sobre su religión, la pareja y si ambos se casaban
por consentimiento mutuo. Todas las respuestas fueron satisfactorias.
El último requisito era
que debía confesarse. A Rosa no le
quedó más remedio, todo por su amiga Luz.
La confesión sería al día siguiente. Llegó a la iglesia temprano, no quería que
aquello le llevase todo el día, quería volver pronto a la ciudad. Era sábado y
los bares serían un hervidero de cuerpos sudorosos.
La iglesia estaba en
penumbra y en el reclinatorio había una señora con mantilla asida a un rosario.
El confesionario estaba ocupado. Esperó mientras le echaba una moneda a Santa
Rita y vio cómo se encendía una de las velitas. Deseo cumplido.
Se arrodilló mientras
pensaba a quién se le había ocurrido semejante artilugio. Aparte de confesar
tus pecados, tus rodillas sufrirían el dolor de la dureza de la madera. Mayor
penitencia. La ventanita se abrió y a través de la rejilla escuchó:-
Ave María Purísima…-
Se le había olvidado qué
seguía, y no tenía ni idea de qué
contarle a aquel desconocido porque para ella la religión no era más que una mentira muy gorda, así que empezó a
contarle al cura todo lo que había hecho desde su última confesión y de
eso ya habían pasado unos cuantos años.
Le habló de las veces que había mentido
para quedar bien, del patio del
instituto, de la vez que se enrolló con el novio de su amiga Marga aunque fue
él quien la llamaba y buscaba. De los veranos en casa de su tío Manuel, que no
era su tío. Mientras recordaba esto
empezó a empaparse. Entonces fue cuando el cura soltó un tímido gemido.
Algo que la excitó más. Siguió contando pecados mientras al otro lado los
gemidos del cura eran más audibles. Se levantó y abrió la puertita del
confesionario. Cuál fue su sorpresa al encontrarse a Don Miguel con la sotana
subida, los pantalones por los tobillos y su enorme y v durísima verga en la mano. Ni lo pensó, se arremangó la falda y como
pudo se metió dentro del confesionario. A horcajadas encima del cura, lo
cabalgó mientras éste le apretaba los pezones. Y sentía cómo aquel coño le
engullía la polla. Debido a la estrechez del sitio las rodillas de Rosa rozaban con la madera seca de las pequeñas paredes y la fina piel se
levantaba casi sangrando Pero aquel dolor era placentero, no podía parar.
Aquella verga era católica, apostólica y romana y el cura sabía cómo
manejarla.
No hacía más que llamar a
dios, gemir su nombre pero éste nunca apareció. Si hubiera aparecido le hubiera
propuesto un trío. Rosa estaba en el
cielo y Don Miguel en el infierno…
Se abrió la puertecita. Se
recolocó la falda, el pelo y salió del
confesionario. Don Miguel sólo dijo: -Ego te absolvo-. ..Rosa caminó por uno de
los pasillos laterales iluminada por la colorida vidriera y se dirigió a la
puerta. No sin antes meter sus dedos en la pila del agua bendita y santiguarse.
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