Él era de derechas, conservador,
bróker de bolsa, repeinado con kilos gomina al estilo Mario Conde. .
Seguramente empezaría a quedarse calvo por la coronilla y se hacía
esa especie de ensaimada para disimular y aparentar ser más joven.
De traje impecable y tirantes. De coche grande seguramente porque
carecía de algo bajo la bragueta. Un puro ególatra incapaz de ver
más allá de sus narices. Un buen cristiano de golpe en el pecho
ante el “Yo confieso...” cada domingo por la mañana. De esos que
separan sus apellidos con un guión para darse mayor importancia. Un
cabrón en toda regla como jefe y como marido, aunque su mujer le
había sido fiel durante los 15 años que llevaban casados. Ella
religiosa, sierva de dios y ferviente admiradora de Pitita Ridruejo y
sus visiones marianas. Todos los miércoles asistía al club de
beneficencia donde aparte de recaudar fondos se ponía verde a quien
hiciera falta.
Él los miércoles iba al club a jugar
al bridge. Pero no apareció nunca por allí. Pagaba a uno de los
camareros para que le respaldase la coartada en caso de que alguien,
su mujer, dudase de su palabra. Don Francisco López y
Zumárraga-Santos todos los miércoles visitaba “ El Cisne Negro”
una casa de citas en la zona alta de la ciudad. Allí cada semana lo
recibía Natalie, la Madame quien lo atendía personalmente. Natalie
era francesa de ascendencia húngara y conocía los gustos de
Panchito. Sí, Panchito, porque Don Francisco al traspasar la puerta
del lupanar se transformaba. La chica lo desnudaba y el ponía un
collar de perro. Cogía una fusta y le daba unos azotes en el culo,
le hacía que se pusiera a cuatro patas y olisqueara sus zapatos .
Panchito obedecía sin rechistar y su gordo culo cada vez se veía
más colorado por los azotes y eso, lo excitaba. Natalie escupía en
su boca y le ordenaba que se lo tragara.
- ¿ Te gusta, no, cabrón? ...Te encanta,¿ verdad?- Le decía mientras le tiraba del pelo dejando ver la clara de su coronilla. Tenía un aspecto ridículo.- Te la pone durísima, lo sé-.
- ¡Sí, madame!-.
Panchito, sudoroso y brillante como un
lechón, disfrutaba de los bofetones de Natalie, de los retortijones en los testículos con pinzas de madera. De los puñetazos en el
estómago con los que ella le obsequiaba cuando no quería beber su
orina. De cómo clavaba sus tacones de aguja en su prepucio hinchado
a punto de explotar y de lamer su propio semen después de correrse
en el suelo. Aquello era el puto cielo, el éxtasis. Aquel placer no
era barato pero de alguna manera debía dilapidar la fortuna
familiar. Ya se confesaría el domingo en misa de doce...
- Hasta la próxima semana, Don Francisco, sabe que aquí nos tiene para lo que guste. Como siempre, ha sido un placer...-.
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