La cocina de su apartamento no era demasiado grande. Un par de sillas y
una mesa de madera maciza conformaban el conjunto. Sobre ella, café, tostadas,
mermelada… Desayuno típico de nuestros
domingos con el aliciente de que la mermelada corría por mis muslos mientras él
me comía entera. Yo gritaba de placer sobre aquella mesa, herencia de su
abuela, con su cabeza entre mis
piernas, tirando de su pelo. Levantó la vista
y me miró con la cara embadurnada de una extraña mezcla que me dio a
probar con un beso mientras me penetraba...